Todos tenemos prejuicios

Esta afirmación nos deja preocupados pero también con el alivio de saber que no discriminamos intencionadamente

Es importante conocer cómo se graban los prejuicios en el cerebro para afrontar cuestiones como el racismo, el sexismo, la aporofobia, etc. Veremos que no hay una prueba eficaz para evaluar nuestros sesgos implícitos y concluiremos que lo mejor es tomar conciencia de ellos para superarlos.

La muerte de George Floyd bajo las rodillas de un oficial de policía en Mineápolis el 25 de mayo conmovió al mundo, pero no fue un incidente aislado. Todos los días hay historias de personas que son tratadas como sospechosas incluso en sus actos más cotidianos, y esto sólo por tener unos rasgos diferentes o más melanina en la piel. Cada día muchas personas son humilladas, maltratadas o ignoradas por su identidad sexual, por su condición física, sensorial o mental, por cualquier característica que se salga del grueso de la campana y pueda suponer una amenaza que sólo está en la mente del que juzga. Esto a pesar de que durante los últimos 40 años, las encuestas muestran una disminución constante de las opiniones discriminatorias en Estados Unidos, el Reino Unido y otros países.

Eso ha llevado a algunos investigadores a sospechar que, dado que la inequidad explícita se ha convertido en clandestina, el sesgo inconsciente debe desempeñar un papel fundamental. Esta sospecha inspiró la creación del Test de Asociación Implícita (IAT), una herramienta que tiene como objetivo revelar sesgos inconscientes con unos pocos clics de ratón.

Pero surgen muchas dudas sobre la precisión y fiabilidad de este test que parecía tan exitoso. Determinar la naturaleza y el alcance del sesgo oculto es un objetivo muy complejo. Por supuesto, erradicarlo tampoco es nada sencillo. Aun así, se van haciendo progresos sobre todo en la comprensión de los mecanismos cerebrales que perpetúan los prejuicios. También van apareciendo investigaciones sobre qué podemos hacer para desterrar creencias sin ningún fundamento racional.

Entonces, ¿dónde está el origen de los sesgos inconscientes? En psicología, la etiqueta implícito o inconsciente se refiere a procesos que no son autoevaluaciones directas, deliberadas o intencionadas. Cuando no podemos recuperar un recuerdo de forma explícita, es posible que tengamos un patrón de comportamiento que habrá sido moldeado por experiencias pasadas. La mente consciente controla las acciones deliberadas, los pensamientos racionales y el aprendizaje activo, mientras que el inconsciente continúa con procesos que ocurren automáticamente y que no están disponibles para la introspección. El inconsciente es un lugar ajetreado: el cerebro es capaz de procesar aproximadamente once millones de bits de información por segundo, pero nuestra mente consciente solo puede manejar entre 40 y 50 de ellos. A medida que llega toda esta información, nuestro cerebro la clasifica sin nuestra atención deliberada. Cuando procesamos información en un nivel más superficial, cuando tenemos prisa, estamos cansados ​​o distraídos, por ejemplo, es más probable que confiemos en los patrones que ya tenemos aprendidos. En ocasiones, estos atajos cognitivos pueden resultar útiles, como cuando necesitamos decidir algo rápidamente; atender la llamada al móvil mientras cerramos la puerta de casa, guardamos la llave y pulsamos el botón del ascensor. Pero también pueden ocasionarnos problemas, especialmente si estos atajos se crearon a partir de errores, malas interpretaciones, estereotipos u otra información sesgada. Cuando los usamos, es posible que estemos confiando y reforzando estos mismos errores y prejuicios. Cuando eso sucede con personas en posiciones de poder y autoridad, puede tener consecuencias muy graves, desde prácticas de contratación discriminatorias hasta un tratamiento médico más deficiente o una decisión dudosa en el sistema legal.

La idea de que podríamos precisar y estudiar el sesgo implícito se insinuó por primera vez en 1998 cuando el psicólogo social Anthony Greenwald y sus colegas crearon el AIT para medir la fuerza de los vínculos entre diferentes conceptos y palabras (Greenwald et al, 1998). Una de las pruebas consistía en mostrar caras de personas de raza blanca o negra a los participantes y pedirles que las asociaran con descriptores como malhumorado, inteligente, bueno y malo. El test fue adaptado para cumplimentarlo online por el propio Greenwald y su colega psicóloga de Harvard Mahzarin Banaji. Desde entonces, han aparecido varias adaptaciones de la prueba, diferentes versiones para valorar prejuicios sobre etnias, peso corporal, género, edad, etc. La variedad de aplicaciones y el fácil acceso online han ampliado el atractivo de la prueba.

En su libro de 2005 Blink: The Power of Thinking without Thinking, el periodista y sociólogo Malcolm Gladwell resumió los resultados de varios estudios al respecto: el IAT es más que una medida de actitudes y opiniones. Es un predictor muy potente de cómo actuamos en ciertas situaciones espontáneas. Sin embargo, los resultados del test son inconsistentes y difíciles de reproducir.

Nos quedaremos con el hecho de que el IAT mide el tiempo de reacción basado en el supuesto de que la velocidad con la que hacemos asociaciones refleja los procesos mentales subyacentes a nuestra decisión. Pero todo, desde los reflejos y la capacidad física hasta si el usuario está distraído, puede influir en esto. Varias investigaciones recientes demuestran que una actitud inconsciente en las respuestas a una prueba solo está débilmente relacionada con un comportamiento sesgado en el mundo real.

El neurocientífico Calvin Lai es miembro del comité ejecutivo de Project Implicit, un equipo de investigación sin fines lucrativos que investiga la cognición social implícita y analiza los datos recogidos utilizando las diferentes versiones del IAT. Una de sus conclusiones es que las medidas deben usarse como una experiencia educativa para la reflexión, pero no como pruebas de diagnóstico sobre los prejuicios de cada persona o de un colectivo. El profesor Lai compara las etiquetas que obtenemos sobre nuestro grado de discriminación inconsciente con el diagnóstico de hipertensos por una medida única de nuestra tensión arterial.

Con todo, algunos resultados obtenidos con el IAT  son interesantes. Uno de ellos es que de las 630 000 personas en todo el mundo que han completado una versión del IAT diseñada para analizar las asociaciones entre género y habilidades STEM, más de dos tercios correlacionan hombres con roles científicos y mujeres con humanidades. Nombramos también el que señala, con una muestra de  más de 1.8 millones de personas en Estados Unidos, que en las áreas geográficas donde los residentes blancos tienen un mayor sesgo racista implícito también aparece un mayor uso de la fuerza por parte de la policía contra las personas negras.

Como consecuencia de estos resultados y otros similares, surgieron y surgen cursos con el propósito de eliminar prejuicios en empresas, en instituciones, en organizaciones, etc.

Desafortunadamente, en la mayoría de los cursos antiprejuicios en Estados Unidos y Reino Unido comienzan pasando el IAT y el resultado se queda en una simple puntuación que pocas veces se interpreta. No se analizan las puntuaciones para provocar una reflexión y sólo en ocasiones se señala el impacto de los prejuicios inconscientes o se dan pautas de cómo abordar acciones discriminatorias.

Sin embargo, incluso con orientaciones sobre los resultados, el entrenamiento para erradicar estereotipos no es una varita mágica; la teoría, las clases magistrales, las actividades en grupo, los juegos de rol, etc. no parecen tener un efecto duradero en las actitudes hacia la diversidad.

Además, si se sale concienciado de estos cursos, el impacto tiene fecha de caducidad y en aproximadamente dos semanas, los asistentes vuelven a las andadas. Pueden incluso reforzar los prejuicios que se quieren erradicar, sobre todo si los participantes están distraídos o tienen prisa por concluir las actividades, quieren tachar horas y marcar un curso más.

De cualquier modo, los avances en las técnicas de neuroimagen revelan los fundamentos neuronales de nuestros prejuicios y, en particular, cómo éstos activan áreas del cerebro asociadas a la amenaza y el miedo. En un estudio de 2005, Mary Wheeler y Susan Fiske, de la Universidad de Princeton, pidieron a voluntarios blancos mientras se tomaban imágenes neuronales de sus cerebros en un escáner de resonancia magnética que realizaran diferentes pruebas mientras miraban rostros blancos o negros (Wheeler y Fiske, 2005).

Descubrieron que cuando la tarea implicaba pensar en la persona cuyo rostro veían como parte de un grupo, en lugar de como un individuo aislado, se  producía una mayor actividad en la amígdala, la parte del cerebro que controla la respuesta a la amenaza.

La buena noticia de todo esto es que nuestros cerebros pueden cambiar con la experiencia y las influencias del entorno. En 2013, Eva Telzer y sus colegas realizaron un estudio sobre niños y adolescentes nacidos en Asia, Europa y Estados Unidos. Demostraron que la diferencia en la actividad de la amígdala en respuesta a rostros de diferentes razas no era innata, sino que se desarrollaba durante un período de tiempo.

Este estudio es muy revelador ya que anula cualquier sugerencia de que de alguna manera nacemos con prejuicios. Además, Telzer y su equipo descubrieron que los participantes que pertenecían a un grupo más heterogéneo, es decir, con compañeros de todo tipo, tenían una respuesta de amenaza menor cuando se les mostraban rostros de otros grupos con rasgos diferentes a los conocidos. Esto sugiere que al conocer a personas diversas en cualquier faceta que nos podamos imaginar, reduciremos el sentimiento de amenaza y desterraremos prejuicios.

Cuando conocemos al otro, le tenemos menos miedo, vemos que no son tantas las diferencias y que son muchas las similitudes. Pero esto que parece obvio no siempre fue así; en psicología social se creía que los rastros de experiencias pasadas persistían para siempre, permanecían, quisiéramos o no. Ahora sabemos que el sesgo inconsciente no es tan estable como se pensaba.

Nuestros prejuicios están determinados por cómo nos educan, lo que vemos a nuestro alrededor y los medios de comunicación a los que estamos expuestos. Saber que podemos cambiar su impronta también significa que ya no podemos ignorarlos. No necesitamos esperar a que nuevas herramientas como el IAT evalúen los daños de los prejuicios. La mejor opción para comprender las inequidades en nuestra actitud es ponerlas sobre la mesa, hacerlas conscientes y buscar evidencias de la supuesta amenaza con sentido crítico.

De cualquier modo, el sesgo es sesgo, sea éste inconsciente o manifiesto, moldee instituciones sociales o sean éstas las que los generen; simplifiquemos el discurso y conozcamos al otro, porque muchas veces, los prejuicios dejan al descubierto la ignorancia del que juzga.

Marta Bueno Saz – Mujeres con Ciencia

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